La salud democrática.

Con frecuencia se afirma que la salud democrática de una sociedad está fuertemente ligada a la cultura y capacidad crítica que tienen sus ciudadanos, sus medios de comunicación y la sociedad civil organizada. A mayor cultura, más organizaciones y mejores medios de comunicación, mejor salud del sistema.
Así mismo, también se dice que toda crítica social implica una idea de la felicidad o desarrollo humano, junto a una idea de “deber ser”; de como una sociedad debería organizarse, o sus miembros deberían comportarse, a fin de lograr esa felicidad o desarrollo del potencial humano.

Se podrían ir aportando ejemplos teóricos sobre el beneficio de la crítica en pos de un mejor funcionamiento del entramado social y político en cualquiera de las vertientes/modalidades de sistemas democráticos. ¿Pero existe, o es posible la perfección, o debemos aceptar que llegado a un punto es imposible mejorar? Dependiendo de las respuestas que demos a estas dos interrogantes podríamos estar renunciando a la capacidad crítica y cayendo en una contradicción con lo expuesto anteriormente, o por el contrario, podríamos estar “encorsetando” nuestro modelo de “sociedad feliz”.

También hay críticas a la democracia y a las instituciones que en realidad no lo son, pudiéndose catalogar más como reflexiones que persiguen mejorar la eficacia o la eficiencia individual de las personas, o grupos, que han sido elegidos o nombrados para gestionar las instituciones de la democracia. Entender que las instituciones democráticas y las personas que las gestionan, o representan, son la misma cosa, no solo es un error, sino que sitúa a quien así lo entiende en algún punto entre el cinismo corporativo y la incompetencia absoluta.

Cada uno de nosotros tenemos nuestro “modelo ideal” de sociedad, de su organización, de su comportamiento ético/moral, del papel que cada grupo social ha de jugar en ese “puzle” y de las relaciones que han de tener entre si y entre cada uno de los individuos que conforman la sociedad. Es decir, si cada uno de nosotros fuésemos capaces de diseñar nuestra sociedad ideal, seguramente nos encontraríamos con millones de modelos diferentes, pero seguro, también, que coincidentes en una gran parte del “diseño”.

Si tuviésemos la capacidad y medios para desarrollar de forma práctica este ejercicio teórico, podríamos establecer un marco amplio de modelo social e ir a continuación eliminando, añadiendo, o cambiando, aquellos aspectos que a cada uno nos parecen inadecuados. El resultado si es que lo hubiera, sería un auténtico caos. Es por lo tanto necesario que sin dejar de lado nuestra propia capacidad crítica (y autocrítica) optemos por defender aquel modelo que filosófica y políticamente consideremos más cercano a nuestra idea de “sociedad feliz”, y que esto lo hagamos con convicción. Con la misma convicción a la que hacía referencia Paulo Coelho, cuando decía “Antes de entrar en una batalla, hay que creer en el motivo de la lucha.”. No lo hagamos tan solo por la simpleza intelectual de oponerse a la propuesta por otros.

Llegados a ese punto nos podríamos plantear si ganada la batalla por la implantación del modelo social, de verdad esa “victoria” trae consigo la consecución del objetivo de “sociedad feliz”, o si por el contrario ha propiciado el “nacimiento” de un modelo simplificado de tal manera que el mismo vea la luz sin vigor, sin capacidad de desarrollo y carente del “entusiasmo” con el que se hacía frente a la “lucha”.

Pero nuestros modelos sociales, los que afectan al llamado “primer mundo”, llevan tiempo sacudidos por la “infección” del populismo. Unas veces alineados en el campo de la ultraderecha y otras en ese conglomerado de nacionalismo proteccionista, y hasta cierto punto autárquico, que defienden algunos grupos de los situados en la extrema izquierda.
Pero el populismo no es tan solo una forma de “estar” en política. Tampoco se circunscribe, en exclusiva, a la defensa de políticas económicas muy diferentes a las que desarrollaría un partido conservador, sino que su “amalgama” de pensamientos va dirigida a recoger el descontento social, no importa el motivo, para todo descontento social el populismo tiene soluciones simplistas, fundadas en la designación de culpables, los inmigrantes, las mujeres, los políticos en general, los partidos “separatistas” … Les basta con exacerbar los sentimientos, con hacer defensa de símbolos y establecer los “enemigos a batir”. Los populistas no quieren una sociedad plural, sino excluyente.

Plantean la disyuntiva de ¡Son ellos o nosotros! Y en ese ellos que cada cual ponga el grupo social, político, étnico… que quiera, pues todos caben en la “argamasa” populista, porque sus pretensiones no son otras que polarizar la sociedad y aglutinar una heterogeneidad “social” contra la propia democracia, pues como estamos viendo, para ellos la democracia es solo un instrumento para el acceso al poder, pero no algo consustancial a la forma de ser y estar en la sociedad. En estos días estamos constatando un ejemplo muy claro, la reacción de Donald Trump a su derrota electoral. Pero no hace falta alejarse mucho, en España llevamos tiempo soportando ese “estilo” de hacer política. Un estilo propio del populismo de extremaderecha, que en nuestro país ha asumido el resto del pensamiento conservador. La famosa “foto de Colón” no fue algo efímero y casual, sino toda una estrategia de confluencia de las derechas españolas. Podríamos denominarla la “CEDA del siglo XXI”, con la pretensión de evitar un gobierno de izquierda. Los acuerdos de gobierno de las derechas (PP y C’s) con el neofascismo para impedir gobiernos del PSOE, o de otras formaciones de izquierda, en CC.AA. y ayuntamientos vino a despejar cualquier duda sobre el significado del “trio de Colón”.

Las constantes diatribas que las derechas exponen en sus discursos, tanto en sede parlamentaria como fuera de ella, han sobrepasado los límites permisibles. Los insultos, las injurias y las calumnias que salen de las bocas de los dirigentes de las derechas, no es algo casual ni fruto de un “calentón”, sino algo preparado con el objetivo de sembrar odio y polarizar la sociedad, exacerbando las más bajas pasiones de las personas que, por diversos motivos, se encuentran en situaciones difíciles. Calificar como «gobierno ilegítimo» a quien está respaldado por la mayoría parlamentaria, es una manera clara de exponer la escasa cultura democrática de quien lo hace. Además de ser algo imposible en el propio sistema democrático.

Decía Antonio Machado, a través de su apócrifo Juan de Mairena:
“Si se tratase de construir una casa, de nada nos aprovecharía que supiéramos tirarnos correctamente los ladrillos a la cabeza. Acaso tampoco, si se tratara de gobernar a un pueblo, nos serviría de mucho una retórica con espolones.”

Pues mucho menos, que la “retórica con espolones”, sirven los insultos, las calumnias y las injurias para trabajar por resolver los problemas sociales.

Por ello, no nos engañemos, la democracia necesita ser defendida, hay que ser “militante de la democracia”. Porque una sociedad plural donde impere sobre todo la libertad de pensamiento, la capacidad crítica de sus componentes y el dinamismo para hacer frente a los problemas que se les planteen, no puede ser fruto de la imposición de un “modelo”, sino de la interrelación de “modelos” y de la confianza de sus miembros en la capacidad de integración y la riqueza que la diversidad supone. Y ese tipo de sociedad no entra en las “mentes del populismo”.

Rafa Valera 11-11-2020

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