El escándalo como impulsor ético.

Escribió Christian Johann Heinrich, poeta y ensayista alemán, perseguido en su país por ser seguidor del socialismo utópico (Sansimonismo):
«Todo delito que no se convierte en escándalo, no existe para la sociedad»
Esta cita, que data de mitad del siglo XIX, parece muy adecuada para la sociedad actual. Como si hubiese sido pronunciada ayer mismo. Porque nuestra sociedad viene asistiendo impasible a múltiples delitos que absorbe cuan bebida agradable, sin entender que esa «bebida» contiene el veneno de la mayor de las corrupciones, la corrupción intelectual. Esa corrupción que admite como lógico el delito de «cuello blanco», que acepta, comprende y justifica el resto de las corrupciones, la económica, la política, la social.. De manera que en pocas ocasiones la sociedad se rebela contra ese «designio del destino», que parece haber caído sobre nuestras cabezas. Han sido tantos los casos de corrupción que han sido absorbidos socialmente, que en ocasiones resulta complicado entender la pasividad con la que los mismos son aceptados.
Hay quienes achacan esto a la tradicional «picaresca española».  Se producen multitud de situaciones, en las que el proceder no solo rompe las reglas éticas y morales, sino que constituyen delitos tipificados en el Código Penal, sin embargo son aceptados socialmente, incluso en aquellas ocasiones, que han sido objeto de condena penal. La sociedad «indulta» en vez de sancionar.
Nuestra historia está llena de casos, personajes, a los que se les ha premiado socialmente por los delitos que cometieran. Desde José de Salamanca (marqués de Salamanca) o Juan March, en épocas pasadas, hasta los Mario Conde, Jesús Gil o Ruiz Mateos, en épocas más reciente. Por no citar aquellos casos en los que políticos envueltos en flagrantes casos de corrupción, se han visto premiados con el voto de la ciudadanía, lo que permite el «envalentonamiento» de esos personajes y con ello la sensación de impunidad que se genera.
Sería justo reconocer que, en los últimos años, se ha generado una cierta dosis de conciencia social que está produciendo una reacción ante los casos de corrupción. Que no olvidemos que, no son otra cosa que delitos. Y como tal no solo deben ser castigados penalmente, sino que la sociedad debe mostrar su contundente rechazo y reprobación.
Quizás sea esto, lo que se ha producido en torno al «chanchullo Cifuentes», pues independientemente de la reprobación penal que pudiera darse en un futuro, se ha puesto de manifiesto una concepción del ejercicio del poder que, necesariamente necesita de la condena social. Pues si ya es democráticamente inaceptable que un gobernante mienta, y más en sede parlamentaria, lo es mucho más que aproveche su cargo, para obtener beneficios personales en función del mismo. Que considere a las instituciones como algo de su propiedad, que le sirva para ir colocando «peones», cuya labor consista en establecer una red clientelar donde impere la «cadena de favores».
Tendrá que ser la justicia quien determine si se ha producido tráfico de influencia, falsedad en documento público o algún delito más, pero lo que parece que está meridianamente claro es que se le ha facilitado una «titulación» académica a la señora Cifuentes, sin que se hayan cumplido las condiciones necesarias para ello. Y esto es un claro desprecio al esfuerzo de miles de estudiantes que, sacrificando su tiempo y su dinero, han intentado obtener unas acreditaciones que les permita competir en mejores condiciones a la hora de optar por determinados puestos de trabajo.
Solo por ese desprecio, ya debería haber dimitido la señora Cifuentes, pero en vista de su enrocamiento, bien ha hecho el PSOE en presentar la moción de censura. Puede que no prospere, que los intereses mezquinos se impongan sobre la decencia, pero la condena social ya está en la calle y ese, es sin duda el camino que hay que continuar para acabar con estas formas de ejercitar el poder. Formas que se acercan más a una sociedad feudal que a una democracia avanzada del siglo XXI.
Rafael Valera 07-04-2018

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